John Ruskin, Las piedras de Venena

Las piedras de Venecia.
«John despierta el más vivo estupor entre todos los venecianos indistintamente, y no creo que hasta el momento hayan podido dilucidar si se trata de un pobre loco o de un genio. Nada logra hacerle desistir; tanto si la plaza se halla atestada de gente como si se encuentra desierta, es fácil verle, a cualquier hora, haciendo daguerrotipos, con la cabeza cubierta por una tela negra, o trepando hasta los capiteles, cubierto de polvo y telarañas como si acabase de realizar un viaje montado sobre la escoba de una bruja…»
Así es como describe Effie Gray a su esposo John Ruskin, que, fascinado por Venecia y sus “piedras”, se dedicó en cuerpo y alma a medir y dibujar, hacer bocetos y daguerrotipos, trepando por escalas de cuerda y andamios, examinando mosaicos y pinturas a la luz parpadeante de una vela, trabajando días enteros, en un esfuerzo por desentrañar los misterios del gótico.
John Ruskin (1819-1900): Capiteles bizantinos (de su libro Las piedras de Venecia).
Ruskin no se contenta con esbozar vistas y perspectivas de los principales monumentos venecianos, sino que profundiza en su estudio realizando meticulosos dibujos de los detalles; esta serie de capiteles es un ejemplo significativo.
Marinas que desconocían aquella roca, surgió con la potencia de sus voces corales el antiguo himno: el mar es suyo y él lo hizo, con sus manos preparó la tierra firme.
«Si bien las salas del Palacio Ducal ya no responden al carácter de los hombres que las edificaron, son, sin embargo, auténticos tesoros llenos de riquezas inestimables. Te soros, en verdad, tan preciosos y tan majestuosos que una tarde, paseando por el I.ido, donde asoma tras la lachada del Palacio Ducal la gran cadena de los Alpes con sus cimas coronadas por nubes de plata, me pareció que la vista del palacio no era menos impresionante que la de las montañas; y pensé que Dios había realizado un mayor portento al infundir en el mísero polvo espíritus tan poderosos como los que habían erigido esos muros gloriosos que al elevar aquellas moles de granito allende las nubes celestes y revestirlas con el cambiante manto de flores púrpuras y sombras silvestres.»
(John Ruskin, Las piedras de Venena).

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